La confesión fortalece el alma, pues una confesión realmente bien hecha –la confesión de un hijo que reconoce su pecado y retorna al Padre- produce siempre humildad y la humildad es fuerza.
Ustedes pongan en primer lugar la confesión y sólo después pidan una dirección espiritual, cuando lo crean necesario. Para muchos de nosotros existe el peligro cierto de olvidar que somos pecadores y que como tales hemos de recurrir al confesionario.
Hemos de sentir necesidad de hacer que la sangre de Cristo lave nuestros pecados. Cuando, entre Cristo y yo, se produce un vacío, cuando mi amor está dividido, nada puede llenar tal vacío.
En la noche, al momento de acostarse, pregúntense: “¿Qué he hecho yo hoy a Jesús? ¿Qué he hecho yo hoy a Jesús? ¿Qué he hecho hoy con Jesús?”. Les bastará simplemente mirar sus manos. Este es el mejor examen de conciencia.
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